La mujer participa más en el mercado de trabajo, pero
su inserción es segregada y hay otras brechas de género que precarizan su situación. Se ve afectada además por la carga de tareas de cuidado de la familia y la comunidad,
sobre todo en las regiones más empobrecidas. Las especialistas María Estela Lanari y Norma Sanchís analizaran en diferentes trabajos el incremento de la participación de las mujeres en el mercado laboral, un proceso que aceleraron las políticas económicas impulsadas
en los años 90, y que impactó en las condiciones de vida de la población femenina, en especial en las regiones más
empobrecidas. Según el estudio de Lanari, de la Universidad de
Mar del Plata (UNMDP), “El impacto de la Pobreza en las Mujeres Argentinas”, publicado en el
Observatorio de Género y Pobreza, entre 1991 y 2001 la tasa de actividad (TA) de las mujeres subió 5.4 puntos porcentuales, alcanzando en 2003 para el tramo de 15 a 65 años el 52,8 por ciento. Esta tasa es más elevada entre
quienes son más educadas, pero decrece en relación a la cantidad de hijos e hijas. Asimismo la ocupación es mayor en puestos de tiempo parcial y conforme a la segregación en determinadas ramas de actividad por género. Menos
del 30 por ciento ocupa puestos de jerarquía. En cuanto a los ingresos la desigualdad a favor de los varones continúa siendo significativa. Es decir que en este proceso se han
consolidado las diferentes brechas de género. De acuerdo a datos del INDEC de 2006, 55,2 por ciento
eran pobres y 26,2 indigentes, y del total de los Planes
Jefes y Jefas de Hogar implementados cuatro años antes el 69,3 por ciento eran mujeres. Ese mismo año la tasa de desocupación en jefas de hogar fue de 12,6 por ciento y
en jefes de hogar de 8,7 por ciento. La brecha se fijó en 1,44 puntos porcentuales. En el caso de cónyuges desocupados, la tasa fue de 8,9 por ciento en mujeres y de 6,3 por ciento en varones. La brecha fue de 1,42 puntos porcentuales. Estos índices
explican que efectivamente aumentó la incorporación de la
mujer al trabajo en los años 90, pero esa participación responde más a la pérdida del empleo por parte de los jefes de hogar y
a la necesidad de compensar esos ingresos faltantes en el
núcleo familiar. De ese modo, la situación de pobreza y las
variables con ella relacionadas (bajo nivel de instrucción, escaso
capital social, localización residencial, composición del hogar,
distribución de responsabilidades al interior del mismo) también condicionan la existencia de equidad entre los géneros. Por su parte, el Estado instrumentó medidas para profundizar las políticas universales y focales en torno al empleo, pero según el estudio a Lanari “apuntaron al trabajador varón, y en los casos en que se consideró a la mujer como foco de aplicación, se la tuvo en cuenta por su situación de pobreza y vulnerabilidad”. En este esquema no se visualizan políticas de empleo que efectivamente busquen atenuar desde su concepción cuestiones de discriminación y segregación. La experta de la Red Internacional Género y Comercio, Norma Sanchís, considera en ese sentido que las políticas económicas
diseñadas para crear mejores oportunidades laborales deben
estar acompañadas con medidas complementarias que atiendan la esfera reproductiva, de lo contrario no es posible aprovechar la fuerza de trabajo femenina, que sigue estando recargada con las tareas de cuidado. En su estudio “Desarrollo con equidad en el contexto de apertura
comercial en Argentina” (no lo subieron a la web), Sanchís parte
de la liberalización de la economía y otra serie de políticas económicas implementadas en la década del ‘90. Asegura que esas políticas no equilibraron el acceso a puestos de trabajo, tampoco diluyeron las brechas salariales, ni modificaron la
segregación en determinados sectores de actividad de varones
y mujeres. La participación de la mujer en los sectores ligados al comercio internacional es relativamente baja teniendo en cuenta que el empleo femenino es del 42 por ciento. En el caso de las exportaciones, las mujeres representan sólo el 27 por ciento, pues al estar
asociadas a productos primarios, implican actividades con baja
demanda de mano de obra y escaso valor agregado. Respecto de las importaciones, las mujeres representan el 24 por ciento del
empleo y suelen acceder a puestos de trabajo para los que están sobrecalificadas. En ese contexto, el Estado recortó la prestación de servicios públicos de cuidado, transfiriendo esa carga al sector privado y a las familias en los niveles más empobrecidos, donde las mujeres
asumieron la mayoría de las tareas. De hecho, la atención de los niños y niñas es un tema crítico para amplias franjas de población. Es que las regiones más pobres tienen restricciones presupuestarias más severas para brindar servicios públicos y los servicios privados
son menos relevantes. Unos 4 de cada 10 niños de 3 a 4 años asisten a un establecimiento educativo en el nivel nacional, pero en el NEA por ejemplo la asistencia es sólo del 18 por ciento. En cuanto a los y las chicas de 5 años, a nivel
nacional la asistencia es de 8 de cada 10, la cual baja a 6 en el NEA y
7 en NOA. Dentro de esas regiones, las tasas de inasistencia son contundentemente superiores en los quintiles más bajos de ingresos (1 y 2 quintil). La escolaridad primaria es a medio tiempo a nivel nacional, en cambio en la Ciudad de Buenos Aires aumenta en forma notoria,
excepto en el sur de la ciudad que es la región más pobre. Concretamente, cuanto más bajo es el ingreso del hogar, más tardía
y menor es la inserción de los niños en el sistema escolar; cuanto más
pobre es la región a la que pertenecen esos hogares, menor es la
oferta educativa y la cobertura de la que se dispone. Asimismo, los
hogares más pobres, con mayor número de niños, mayores demandas de cuidado, cobertura pública insuficiente y escaso acceso a la cobertura privada, limitan seriamente la posibilidad de las mujeres de insertarse en el mercado laboral. Coincidiendo con María Estela Lanari, Sanchís indica que “durante
la presente década se introdujeron modificaciones que procuraron contrarrestar esos efectos negativos”, pero fueron insuficientes porque “no se contempla la lógica de la reproducción social, ni las construcciones de género que depositan la responsabilidad de la
economía del cuidado en las mujeres”. La economía del cuidado
es para los varones un territorio de elección. En cambio los
esfuerzos y jornadas de trabajo de las mujeres continúan
estirándose y su inserción a las actividades productivas se
precariza. Según Sanchís las políticas de provisión de servicios de cuidado contribuirían no sólo a la justicia de género, sino también a la equidad social que es una prioridad política del
Gobierno y de muchas organizaciones sociales. “El Estado debe implementar medidas para asegurar el acceso equitativo del conjunto de la población a servicios de cuidado de calidad,
como un derecho de las personas, no asociado a un determinado género. Es imprescindible la disponibilidad en todo el territorio
de instituciones públicas y privadas de cuidado de las y los niños.
Asimismo, medidas que contribuyan en la atención de personas enfermas, discapacitadas y ancianas”, recomendó la investigadora. |