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Grandes lazos
Madres solas
Cuando el padre no está. Por año 100 mil argentinas crían hijos sin pareja. Detrás de cada una de esas mujeres hay una historia para contar. Para Ti charló con tres madres con experiencias de vida muy diferentes y muy fuertes: Belén Mazzotta, que aceptó llevar adelante su embarazo sola; Andrea Kleiman, que eligió ser mamá recurriendo a un banco de esperma; y Viviana Farrell, que tuvo que afrontar su viudez con cinco hijos.
Madres solas
Cuando el padre no está. Por año 100 mil argentinas crían hijos sin pareja. Detrás de cada una de esas mujeres hay una historia para contar. Para Ti charló con tres madres con experiencias de vida muy diferentes y muy fuertes: Belén Mazzotta, que aceptó llevar adelante su embarazo sola; Andrea Kleiman, que eligió ser mamá recurriendo a un banco de esperma; y Viviana Farrell, que tuvo que afrontar su viudez con cinco hijos.
Ser mamá no depende de tener un hombre al lado, te lo enseña tu hija todos los días” Belén Mazzotta (26).
Ella dijo “permiso”, y acá está porque yo decidí traerla al mundo”. Con Nallibe Alma (5) apoyada sobre su regazo, Belén comienza a contar cómo su hija cambió su vida. No es la primera vez que Nallibe –que significa “todo lo positivo”, en árabe– escucha la historia: es que Belén está al frente de una ONG –Mamá Sol– para contar su experiencia personal y ayudar así a otras mujeres que, como ella, decidieron llevar adelante su embarazo sin una pareja.
A los 20 años, su vida giró 180 grados, y tuvo que cambiar la danza árabe y las clases en el magisterio por pañales y noches sin dormir. “Conocí a alguien, aparentemente estaba todo bien, pero a los tres meses quedé embarazada y él me pidió que abortara. Como decidí seguir adelante con el embarazo, él me dejó”, cuenta. Habla de ese “alguien”, el padre biológico de Nallibe, sin mencionar cómo se llama. Incluso para su hija fue “El” hasta hace muy poco tiempo, cuando recién pudo revelarle su nombre.
“Enterarme de que estaba embarazada fue muy difícil porque de repente me sentí cortada. Por el embarazo tuve que postergar todos los proyectos que tenía. Tuve que quedarme a vivir con mis padres en la casa en la que nací. Nallibe y yo compartimos mi habitación. Y recién el año pasado pude terminar los estudios para poder ganarme la vida como maestra. Ahora puedo decir que siento cierta estabilidad. Esperamos poder mudarnos pronto para independizarnos porque realmente necesitamos nuestro espacio”, comenta.
El embarazo no fue fácil. “Fue duro ir al médico y a las ecografías sola. Tenés muchos miedos y dudas. Mis papás me acompañaban pero hasta la puerta del consultorio, porque sentía que el embarazo era sólo mío. Siempre añoraba ser abrazada, por suerte mis papás sí lo hacían. Pero me protegí con una coraza y no quería que nadie tocara mi panza, porque sentía que era sólo mía. Tampoco la pasé bien con la lactancia porque tenía una negación con mi cuerpo”, expresa. Sin embargo, reconoce que el momento más hermoso fue cuando sintió a Nallibe moverse dentro suyo por primera vez. “Ese día le di las gracias a Dios por haberla puesto dentro mío”, dice con una sonrisa.
UNA DE CAL, OTRA DE ARENA. Con el apoyo de sus padres, Belén siguió adelante con el embarazo y el 18 de marzo de 2003 nació Nallibe, pero el parto también fue difícil: “La tuve en un hospital donde me trataron tan mal que estuve a punto de llevar el caso a instancias judiciales, pero después decidí no embarcarme en la cuestión legal porque eso no iba a modificar lo que yo había vivido”. Cuenta que padeció las noches sin dormir, la primera fiebre de Nallibe cuando era bebé y su primera vacuna. “Sufrí mucho pero no me arrepiento porque hice todo lo que pude. Quizá, durante el embarazo me sentía deprimida y me tiraba más en la cama, pero después cuando Nallibe llegó, tuve que levantarme y seguir. Aunque hay días en que cuesta. Las fechas clave como Navidad o el Día del Niño, que salís a la calle y te cruzás con la familia perfecta, es duro”, admite.
Desde que Nallibe habla, pregunta por su “progenitor” (Belén se refiere así al padre biológico de su hija): “Siempre le dije la verdad: que él había decidido no estar, que no pudo o no supo quedarse. Hasta los seis meses de embarazo quise mantener la relación con él para que la reconociera como su hija, pero fue imposible. Y cuando Nallibe nació, lo llamé para avisarle, pero él nunca vino a conocerla. Jamás se la negué ni se la negaría porque sería una estupidez. Ella, por su parte, tiene sus arranques, dice que quiere conocerlo, pero después se le pasa”.
APOSTANDO AL FUTURO. “El ser madre no depende de tener un hombre al lado, te lo enseña tu hija todos los días. Es avanzar constantemente. A veces, la sociedad nos victimiza a las madres solteras y la verdad es que no es así. Mi hija tiene cinco años y llevamos un camino recorrido que valió la pena. Ella hoy es una personita independiente, elige qué ponerse, qué hacer… Es una pequeña Belén”, dice con orgullo.
Hoy, Belén lleva adelante una relación de pareja estable, y está decidida a rehacer su vida. “Me costó horrores abrirme porque no quiero que me lastimen más”, aclara. Los tres ya comparten paseos y vacaciones. Belén planea tomarse la revancha de llevar adelante –y acompañada– un embarazo deseado y cumplir la promesa de formar una gran familia. “Mi deseo es tener otro hijo, y otro y otro… No hay nada que te impida enamorarte porque sos mamá pero seguís siendo mujer. Lo que sí, son importantes los vínculos que establecés con la otra persona por el bien de tu hijo. Hay que tomarse el tiempo necesario para que tu pareja y tu hijo se conozcan y se tengan confianza”, concluye.
“Estar en pareja no es garantía para que tu hijo tenga un padre” Andrea Kleiman (46).
Cuando uno entra al departamento de Andrea, las nueve botellas de agua que coronan la mesa del comedor llaman la atención. “Son para la lactancia. Si no tomo esa cantidad de líquido por día, no llego a tener la cantidad de leche suficiente para mis hijas”, se excusa. Malka Dalila y Anika Natasha tienen nueve meses. Van y vienen gateando sobre la colchoneta que cubre toda la superficie del cuarto que comparten, sin tener noción de que vinieron al mundo de la mano de la ciencia. Ellas nacieron por fecundación in vitro con esperma donado.
Andrea tenía 30 años cuando comenzó a sentir la necesidad de ser mamá, pero aún no se había cruzado con el hombre indicado. “A los 40 conocí a alguien con quien me enganché enseguida y decidimos irnos a vivir juntos. Habíamos hablado de la posibilidad de tener hijos pero cuando quedé embarazada me dijo: ‘Olvidate que existo si decidís tenerlo’. Pensé que ya no iba a tener otra posibilidad de quedar embarazada y decidí seguir adelante a pesar de que él me abandonara. En ese momento me di cuenta de que estar en pareja no es ninguna garantía para que tu hijo tenga un padre. Le supliqué que por lo menos lo reconociera, pero no quiso. Fue siniestro para mí, me deprimí tanto, que a los tres meses perdí el embarazo”, relata.
Decidida a ser madre, Andrea le preguntó a su médico cuánto tiempo de fertilidad le quedaba. “Cuatro años más”, fue la respuesta. Cuando cumplió los 44, pensó que no podía esperar más. Sin pareja estable, decidió adoptar pero cuando descubrió la gran cantidad de parejas inscriptas en lista de espera, se decepcionó. “Hice un cálculo estimativo y la adopción se me podría dar en diez años recién. Y además, investigué y me enteré de que a las mujeres solas les entregan chicos enfermos. La verdad es que no estaba dispuesta a esperar diez años para que me dieran en adopción un chico enfermo. Quería ser madre, no mártir”, cuenta.
Entonces decidió recurrir a un tratamiento de fertilidad, pero hubo críticas. Una de las que más escuchó fue que era “egoísta y que ser madre era un capricho con tantos chicos esperando ser adoptados”. También la cuestionaron por haber buscado un banco de esperma: “Todos me preguntaban ‘¿cómo no conseguís un tipo?’. La verdad es que cualquier mujer consigue a alguien con quien acostarse, pero tener relaciones con un hombre por el mero hecho de quedar embarazada, iba contra mis principios”, enfatiza.
BUSCAR UN HIJO. Decidió comenzar con el tratamiento de fertilidad a mediados de 2006, con todo el apoyo de su familia. Después de varias entrevistas eligió hacerlo con Procrear, donde se sometió a varios exámenes para ver cuáles eran las posibilidades. “Me dieron la opción de elegir entre una inseminación –sale aproximadamente 1.000 pesos y una fecundación in vitro –cuyo costo supera los 10.000 pesos–. Opté por esta segunda posibilidad porque mi reloj biológico se estaba agotando y así tenía más chances de quedar embarazada. De todas formas, me impuse un límite de tres tentativas porque es un desgaste físico –tanta estimulación hormonal te puede provocar cáncer– como emocional”, explica. Cuenta que cuando tuvo la entrevista con la médica del banco de esperma –en CEUSA– le aclararon que en los casos de madre soltera buscan un donante con características físicas similares a la receptora. Sin embargo, le advirtieron que en ese banco no había donantes rubios y de ojos claros como ella, sino que eran morochos o castaños y de ojos oscuros pero le garantizaron que el donante sería sano.
“Es un mito eso de que una puede ver la foto del donante. Acá no es como en Estados Unidos, donde te venden esperma vía Internet. Mi única condición fue que el donante tuviera el misma factor sanguíneo que el mío y que no fuera alcohólico ni fumador. Por otra parte, me enteré de que el esperma es congelado, con lo cual es una garantía para que no haya enfermedades infectocontagiosas como la hepatitis o el sida, que pueden aparecer seis meses después”, señala. En cuanto a la personalidad o los rasgos psicológicos del donante, para Andrea –de profesión, psicóloga– no cuentan: “No intervienen en lo genético. Estoy convencida de que la personalidad y lo psicológico tienen que ver con la crianza que uno recibe”.
DAR A LUZ. De la fecundación in vitro resultaron dos embriones. Andrea quería uno solo pero como las posibilidades de que el embarazo siguiera su curso eran mínimas, él médico le sugirió inseminarse con los dos, y ella aceptó. “El día de la transferencia de los embriones me acompañó mi hermana. Fue muy emocionante porque ves todo a través de una pantalla. Los embriones están dentro de una gota de agua, que tiene una luz, y con una cánula el médico los deposita dentro del útero. Catorce días después me confirmaron que estaba embarazada”, relata. La primera transferencia fue exitosa y los embriones continuaron creciendo en su panza.
“Mis padres y mis hermanas me acompañaron hasta último momento. Los primeros meses iba sola al médico, después iba acompañada de mi familia. Desde el sexto mes, ya no podía vivir sola porque con tanta panza no me podía manejar, y decidí mudarme a lo de mi mamá. Me habían dicho que tratándose de mellizas, había riesgos y que no iba a llegar a término. Me propuse estirar el embarazo al máximo aunque los 23 kilos que había engordado no me permitían moverme de la cama, ni siquiera para ir al baño. Llegué a cumplir los ocho meses”, cuenta.
Andrea llegó con presión alta a la clínica, y Malka y Anika nacieron por cesárea –como estaba previsto– el 20 de enero de este año, después de que una ambulancia trasladara a Andrea hasta la clínica. Había planeado entrar en el quirófano al lado de su mamá, pero a último momento, decidió enfrentar el parto sola, “porque me iba a poner más nerviosa de lo que estaba”, aclara. Apenas salió del quirófano, Andrea comenzó a amamantarlas. “En ese momento me enamoré de mis hijas”, afirma. Durante el embarazo, se había organizado para no dejar nada librado al azar y tomó cursos para la lactancia. “Hasta que cumplieron cinco meses pude amamantarlas a las dos juntas, una en cada teta. No es fácil y necesitás tomar bastante líquido”, comenta. Contrató una doula (término que se le adjudica a mujeres que acompañan a la parturienta durante el post-parto) para los primeros días después del parto pero al poco tiempo, no la necesitó más porque Malka y Anika comenzaron a dormir toda la noche.
Las dos tienen ojos azules. El pelo de Malka es castaño claro y su tez es bien clara; Anika, en cambio, es más morocha. “Cuando estaban en la panza no las podía imaginar porque no conocía al progenitor. Fue realmente una sorpresa. Ahora, mirándolas puedo imaginarme los rasgos físicos del donante, porque tienen características que no son mías. Como no tengo contacto con el donante y su familia, guardé las células de su cordón umbilical por si el día de mañana lo necesitan por una cuestión de salud”, señala.
Desde los cinco meses de embarazo y hasta marzo del año que viene, Andrea goza de licencia por maternidad. Cuando retome el trabajo piensa dejarlas con una niñera, pero hoy les dedica todo su tiempo. “Moverme con ellas es todo un problema, así que voy a todos lados caminando con el coche doble. Por eso se buscó un pediatra a siete cuadras de su casa”, comenta. Dice que cuando sus hijas le pregunten por su padre, les va a contar todo: “Llevo un diario y tengo todo guardado por escrito. Además guardo la foto de ellas, cuando eran embriones, antes de hacer la transferencia. Creo que conocer la verdad es su derecho y mi obligación. Supongo que si yo lo tomo con naturalidad, ellas también. De todas formas, apuesto a estar en pareja, y quizás esa persona, el día de mañana, se convierta en el papá de mis hijas”.
“Hoy me siento orgullosa de mis hijos... Creo que cumplí mi misión” Viviana Farrell (59).
A los 40 años y con cinco hijos –Salvador María (20), Santiago (18), Rodrigo (16), Catalina (7) y Marina (5)–, Viviana tuvo que aprender a enfrentar la vida sola. Después de un año y medio de luchar contra un cáncer renal que hizo metástasis en pulmones y cerebro, su esposo, Salvador María Correa Pirovano (47), murió en julio de 1990 dejándola como sostén de la familia que juntos habían decidido formar veinte años antes.
El administraba un campo que era de su familia en el sur de Santa Fe, cerca de Firmat, y tras diez años de vida rural, por la educación de los chicos decidieron que ella y los tres varones –en ese entonces no habían nacido las chicas– vivieran en Buenos Aires mientras él seguía administrando el campo y viajando cada vez que el trabajo se lo permitiera. Así que cuando falleció Salvador, ya hacía trece años que Viviana resolvía a diario las cuestiones relacionadas con la crianza de los chicos. “Fue una buena escuela pero no se lo recomiendo a nadie porque no es un buen estilo de vida. Pero me preparó para mi viudez”, afirma.
Al año de mudarse a Buenos Aires, Viviana se puso a estudiar Psicología, algo que había postergado. Con tres varones, pudo seguir el ritmo de la facultad hasta cuarto año. “Esa fue una etapa difícil. Con mi marido estábamos en crisis y decidí dividir las materias para que no fuera tan pesado. Al año siguiente compusimos nuestra vida matrimonial, decidimos tener más hijos y quedé embarazada. Pude seguir estudiando y dos días después de recibirme, nació Catalina. Al poco tiempo, llegó Marina”, cuenta. Un día, durante una reunión de padres en el colegio de los varones, una mamá le preguntó si era psicóloga y si estaba dispuesta a atender a su hija. Viviana aceptó de inmediato y así consiguió a su primer paciente. “Al principio, la psicología para mí era un hobby; mucho después que falleció mi marido y se convirtió en mi fuente de ingresos”, dice.
CORAZÓN PARTIDO. Con el campo al borde de la quiebra –recién hace un mes, Santiago, que siguió trabajando en el campo, pudo levantar el embargo–, y con una profesión que aún no le daba de vivir, cuando falleció su esposo Viviana tuvo que vender algunas cosas para subsistir. “Fue terrible. Gracias a Dios, la hermana de mi marido y su esposo me ayudaron muchísimo: venían con las bolsas del supermercado para que en nuestra heladera no faltara nada. Desde el colegio Pilgrims, donde iban los varones, me dijeron que no me iban a cobrar un peso más por la educación de mis hijos y en el Santa Inés becaron a las chicas”, recuerda. Los hijos mayores además de estudiar se pusieron a trabajar, uno como disc-jockey, otro como repositor en un supermercado, y el tercero les daba clases de tenis a los hermanos de sus amigos. “Los chicos fueron de fierro en todo sentido. Cuando yo tenía que salir ellos me cuidaban a las chicas, que eran chiquitas, y se las rebuscaban para trabajar y ayudarme con los gastos”, relata. La fe en Dios la ayudó a seguir adelante: “Pude aceptar los caminos de la vida. Quizás es algo que no comprendés en el momento, que no te quita el enojo ni la tristeza, pero sí te contiene en la soledad, en el dolor y en el miedo”.
Otro duro golpe para afrontar fue cuando tuvieron que deshacerse de la casa de Las Lomas donde habían crecido los chicos. “Fue una decisión terrible: ninguno quería irse de ahí. Yo tenía la sensación que adonde nos mudáramos iba a tener a todos los chicos encima mío, sobre la cabeza”, recuerda. Finalmente dejaron la casa de 1.000 metros de parque con pileta, y 500 metros cubiertos donde cada uno tenía su propio cuarto para mudarse a otra mucho más chica, con habitaciones compartidas y un jardín chico y oscuro y continúa diciendo que “la calidad de vida bajó bastante. Perder la casa fue terrible: allí hubo peleas, risas, llantos y alegrías. Uno carga a su lugar de vivencias y fue duro para todos nosotros perder aquella casa”.
Decidir el cambio de colegio de Marina, que por ser la más chica somatizó la pérdida de su papá con problemas escolares y enuresis, y después, vivir el casamiento de dos de sus hijos sin la compañía de su marido, fueron otros golpes de la viudez. Tres años después de la muerte de Salvador, Viviana empezó a salir con alguien. “Fue la primera mirada de hombre que vi. Creo que como había aprendido a vivir sola no me aferré al primer pantalón que apareció en mi vida. Pero fue complicado llevar ese primer hombre, de visita, a mi casa. La mirada de mis hijos fue dura, no querían que estuviera junto a alguien que no era su papá pero yo necesitaba hacerme un espacio, sentirme mujer. Aquello costó la relación. Después me enamoré mucho, apareció un ex novio a quien yo había dejado por mi marido, pero la vida nos había hecho muy diferentes y no resultó. Y después me volví a enamorar, pero nunca quise convivir con alguien. No sé por qué, es una de las preguntas pendientes de terapia”, comenta. Cuando ve parejas de amigos se lamenta no estar acompañada, en la misma situación. “Eso es lo que más duele”, dice y se le humedecen los ojos.
Sin embargo, no reniega de la soledad ya que le permitió hacer cursos de fotografía y canto, sus pasiones. Hoy, vive con Marina (23) –“es la única que quedó en casa”, aclara– que es entrenadora física y está ahorrando para alquilar algo. Catalina vive sola desde los 21, estudia Bellas Artes y este año se comprometió con su novio. Salvador vive en Miami, donde se dedica a fabricar muebles de cocina –le vendió a Shakira– y acaba de tener a su tercer hijo. “Me emociona ver cuando le da la mamadera”, dice con una sonrisa. Santiago –“el único soltero”, dice– vive en el campo. Y Rodrigo le dio una nieta. Hoy se siente orgullosa: “Mis hijos tienen una imagen de padre impresionante, aunque a los varones les costó mucho hablar de él, recién ahora, después de 18 años, lo están haciendo. Les agradezco lo que hicieron por mí, por bancarme en los momentos que estaba de mal humor, por ponerme límites cuando había que ponerlos, por ayudarme a tomar decisiones cuando fueron más grandes. Supongo que si su papá viviera estarían mejor, pero son honestos y felices. Creo que cumplí mi misión”.
textos DANIELA FAJARDO fotos MAXI DIDARI/FERNANDO CARRERA/GUSTAVO SANCRICCA.
fUENTE: http://www.parati.com.ar/nota.php?ID=10187